“Los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida”.
J. D. Salinger
Hoy en día, Ernesto Chávez Álvarez se resiste a que le tomen fotos. Dice que si los años lo hubieran tratado un poquito mejor, tal vez; pero en realidad me parece otra simple característica del hermetismo que le rodea. Cualquiera que lo viera, sin conocerlo, pensaría que es uno más de esa gente que tanto le interesa: la gente sin historia.
“¿Por dónde empiezo, por mi encuentro con Conrado Benítez o por el Pacto de Silencio? —me dice de sillón a sillón, con una sonrisa, como dándome a escoger entre dos sabores de jugo—. Sabes lo que fue el Pacto de Silencio, ¿no? El juramento que rigió el entierro de Antonio Maceo y Panchito Gómez Toro. Mi familia por parte de padre está intrínsecamente ligada a ese hecho, por eso digo con orgullo que soy descendiente de mambises”.
En un tercer piso al sur de la barriada yumurina de El Naranjal, frente a los coches de caballos, a la altura del cableado público y al noroeste de una shopping, él vive como en una cabaña a solas en lo alto del monte. Esta opción no estaría nada mal, pues su devoción por la naturaleza se intuye en su orgullo por haber recorrido cada sierra de este país, y las conoce todas y desde sus cúspides ha contemplado la plenitud de lo indescriptible. Pero cuando comparo no me refiero a lo mundano o a lo edénico que pudiera haber más allá de su ventana, sino a la extraordinaria habilidad de Quico, como le conocen hasta quienes ignoran su verdadero nombre, para hacer de la soledad su templo.
Lo suyo es una capacidad de concentración que ya quisieran para sí la mayoría de los escritores. La posee desde sus tardes de juegos solitarios, cuando incluso en zonas céntricas de la ciudad de Matanzas las casas estaban aisladas y un niño podía carecer de vecinos de su edad hasta cumplir seis años y, durante los cinco anteriores, ser el dueño único de un patio siempre virgen. Por tanto, allá fuera en la calle puede estallar una batalla, como la pelea entre dos mujeres que acompaña parte de nuestro diálogo, que él ni se inmuta.
Eso sí, la vista le falla un poco, principal razón por la que ya no escribe. O al menos no tanto como antes, porque ¿quién se fía de la supuesta inactividad de un apasionado de las letras?
Salvo a lo largo de un período de trabajo en Cataluña, nunca ha tenido computadora y desde hace tiempo necesita cinta para la máquina de escribir, pero siempre hay algún papel a mano, un lápiz medio consumido y una postura incómoda con los que hacer de los deseos un borrador, luego un libro inédito y más adelante un misterio; intacto y sin editorial, al abordaje de vaya usted a saber qué temas. Quizá sea cierto que haya dejado de producirlos, pero a su casa le sienta ese matiz enigmático.
“Tengo inédito un auténtico libraco, donde recopilo datos de todos los catalanes que vivieron en Matanzas, desde 1693 hasta el final de la guerra con España. Otro, sobre una mujer que fue bandolera, de nuestro territorio, nacida en Colón. Y también un estudio antropológico sobre los fusilados en el Castillo de San Severino. ¿Me quedan esos tres? Sí, esos tres nada más me quedan. O sea, de temas de Cuba. Y más cosas acerca de los catalanes, pero las mandé para que las procesaran allá en Cataluña”.
Todo en Quico despierta, cuanto menos, curiosidad: para el intelectual, es un rival en la penumbra, pero de los peligrosos, de los que parecen cómodos desde su rincón; para el mitómano, es el típico vecino del cual, salvo por verlo a veces abriendo su puerta en el mal iluminado paso de escalera, se sospecharía que no sale ni de noche; para quien le entreviste, alguien que no pasará desapercibido en su memoria.
“¿Sabes lo que es?”, me pregunta cuando, al mover la puerta del primer cuarto, contra su pierna rueda el objeto que la calza y se agacha a recogerlo.
Detrás de él diviso un librero rebosante, que llega del piso al techo y se extiende de pared a pared, en cuyas cimas empieza a indagar gracias a su favorable estatura. Para cuando Quico vuelve frente a mí, en la mano izquierda con un ejemplar de su Memoria amarga: La guerra del 95 en Matanzas y el objeto rodante en la diestra, confieso que casi me intriga más este último. Me dice: “Le puse ‘huevo de Colón’, tiene una forma muy curiosa, pero en realidad es una piedra que el océano arrastró durante mucho tiempo y un día me la encontré junto al mar. A estas les dicen chinas pelonas. Siempre he sido un gran amante de las piedras, y las colecciono. Si te fijas, mi casa está llena de ellas. Esta en concreto tiene millones de años de antigüedad”.
Cualquier edad es siempre poco tiempo para un investigador, y más si es de la generación de las fichas en cartulina, de los que podían pasarse una tarde de página en página del periódico Aurora del Yumurí, para quienes Internet llegó demasiado tarde y un celular no adquiere las mismas proporciones mágicas que en manos de un joven del siglo XXI. Aun así, a poco de cumplir 82 años, Ernesto refleja cierta vitalidad entre un viaje y otro del sillón al cuarto, siempre para volver con curiosidades en las manos, complementadas con las que formula en palabras.
II
De no ser por la nublada visión, tal vez su paso denotaría menos décadas en las costillas. Pero, si tanto ha vivido, en gran parte se debe al azar que hizo de él una de las últimas personas que conversaron con Conrado Benítez antes de su captura por alzados, el mismo día de dicho suceso, y no otro maestro matancero muerto, como llegó a especularse durante aquel mes de enero de 1961.
“Conrado y yo fuimos del primer grupo de maestros voluntarios cuando Fidel Castro hizo el llamado para ocupar aulas en sitios apartados. Seleccionaron a 12 maestros de la ciudad de Matanzas para ir al Escambray. Varones. Allí no podían llevar mujeres, debido a la situación. Yo no había tenido contacto con él nunca, lo conocía solo de vista, hasta la fecha en que lo secuestraron. Coincidí con él, de camino cada cual a su escuela para empezar las clases al día siguiente, y lo recuerdo preocupado por lo infestada de alzados que estaba su zona. Bueno, también era mi caso. Dijo que no iba en guagua porque se le habían quedado todos los documentos, incluyendo el pase de libre tránsito, y por eso andaba en botero.
“De momento, lo que más él quería era llegar a nuestro campamento y solicitar armas de fuego para defenderse, y quedamos en que esperaría por mí y otro compañero en Santa Clara para pedirlas juntos los tres. Yo no decía nada, pero me había comprado un revólver Colt .35, y llevaba además una pistolita en el bolsillo, de esas que no matan, pero si me viene alguien para arriba le disparo a la cara e igual se la reviento. Porque ¡a mí había que cogerme armado!”. El reencuentro con Benítez nunca se produjo.
Al llegar al campamento, supo que Conrado no pudo esperarles, dada la lejanía de su destino, y que las armas les estaban denegadas. Por lo visto, hubiera supuesto una tentación para el enemigo la presencia de un fusil en una escuelita aislada, pues podía ser asaltada y privada del mismo. Qué buen negocio había hecho al comprar ese Colt .35 a aquel campesino, por más que nadie imagine al Chávez octogenario y parsimonioso siendo capaz de empuñar arma alguna en otra época y de insistir, pese al calor de las circunstancias, en acabar el curso desde la inexistente seguridad de un bohío-escuela a pie de montaña.
Como los alfabetizadores respondían con tanto o más compromiso al Instituto Nacional de Reforma Agraria que al Ministerio de Educación, los domingos tocaba “charla revolucionaria”. En una de esas conferencias, en plena noche, Quico intentaba amenizar la densidad de todo un cambio histórico a la luz de los quinqués, cuando alguien le pasó un papel con la noticia de un alzamiento tan cercano como preocupante. Es difícil disimular un escalofrío cuando se cumple la tarea de impartir una charla revolucionaria, pero no menos lo es tomar la decisión de no parar las clases aunque tu escuela esté en un área especialmente peligrosa de Fomento, hacia la que el avance de las milicias ha empujado a los alzados desde Trinidad.
El 19 de enero, en una citación general en Güinía de Miranda, se enteró de una noticia que hasta el día 28 Fidel no haría oficial: Conrado había sido asesinado. Sin embargo, el trámite de conocer la tragedia se complejizó, pues a la versión oficial del máximo líder se opuso la de Radio Swan. Informaba la emisora, primera empleada con orden y sistematicidad contra la Revolución por la oposición estadounidense, que ascendía a seis el número de maestros matanceros muertos, y de paso le obligaba a emprender un súbito trayecto.
De pronto valía la pena detener las clases, al menos para que él, supuesto cadáver, regresase a Matanzas e irrumpiese en el hogar paterno, calzada de San Luis, y se mostrara de cuerpo entero, sin un balazo rasgándole el uniforme ni sombra de pesar en el rostro. Si no era así, ni enviando un recado de “Estoy vivo” se hubiera tranquilizado en caso de haber permanecido en la zona de San José de Jicaya. Hasta la vecina que se encontraba de guardia en el comité le inquirió al verlo: “¡Eh! ¿Pero tú no estabas muerto?”.
Después de escuchar la obvia sugerencia de que corriera a anunciar la feliz noticia, y después del reencuentro y los abrazos y algo de comer, Quico dio otra pequeña lección de tozudez al anunciar su partida al próximo día. “Es que la escuela no puede quedarse cerrada”.
Claro, alguna medida de seguridad había tomado, como escarbar bajo el durmiente del bohío y enseñar a los alumnos que, en caso de tiroteo, no quedaba opción salvo esconderse ahí abajo. Y arreciaron los tiroteos a su vuelta, bastante oportunidad hubo de guarecerse. Hoy Quico cree que quizás obró un tanto irresponsablemente con su determinación. Puede que el recuerdo de Conrado, el contacto con el revólver bajo la ropa y la pistolita en el bolsillo le influyesen en demasía.
Lo importante es que, a pesar de la orientación de acortamiento del curso, sus 14 alumnos de primer grado aprendieron a leer. Él fue trasladado a una escuelita bien remota en Minas de Matahambre, Pinar del Río, como parte de una evacuación de brigadistas. No volvió a sentir tan cerca el peligro hasta que acompañó al Caballo de Mayaguara en la Lucha Contra Bandidos, que como diría Kipling, es otra historia.
III
“Cuando se inauguró el parquecito Maceo, el de Pueblo Nuevo, cada 7 de diciembre los niños iban a allí para homenajear al Titán de Bronce. Todos menos yo. Nunca podía ir porque ese día mi padre me llevaba a El Cacahual, que para él era sagrado. Mi conexión histórica con ese lugar viene por parte suya. En mi casa no se podía hablar mal de ningún patriota, pero menos que menos de Maceo”.
Chávez Álvarez nació realmente en La Habana, el 31 de mayo de 1942, pero Matanzas se coló en su destino cuando tenía un año. Su padre, talabartero, se trasladó a la urbe yumurina por motivos de trabajo, y entre las primeras cosas que hizo cuando adquirió conciencia el pequeño Quico (así le dirían desde bien temprano, contra su voluntad, si bien no le quedó más remedio que habituarse) fue inculcarle el amor por la lectura y la historia; en el primer caso, con ayuda de la revista Bohemia, y en el segundo, de Maceo.
“Mi papá era sobrino de Pedro Pérez Rivero, que vivía en la finca cercana a El Cacahual, donde llevaron los cuerpos sin vida de Maceo y de Panchito Gómez Toro, en la madrugada del 8 de diciembre de 1896. El coronel Juan Delgado se había hecho cargo de los mismos, y encomendó a Pedro, su tío político, un enterramiento secreto, el Pacto de Silencio”.
Algo así establezco yo con Quico mientras me detalla esta historia. Hago silencio, y el sonido de su voz es solo interrumpido por pitidos de autos, los estertores de una bronca callejera que ya termina y el reloj de pared que marca estruendosamente las horas. La frecuencia de apagones también nos ayuda, pues desde el paso de escalera no retumba el eco de los televisores con programas informativos o novelas vespertinas. Para que después le digan que si está sordo, en vez de concentrado, cuando los volúmenes excesivos los ponen otros.
Hay que callar cuando él lleva una conversación al terreno de la narración, no porque lo imponga, sino porque de forma natural uno se teletransporta lo mismo al Macizo de Guamuhaya durante la Limpia que a El Cacahual enlutado o a la Matanzas evolutiva de los años 40. A Quico se le conoce a través de los oídos, más que de los ojos.
“La abuela de mi papá y madre de Pedro Pérez, Juana Domínguez Martell, vio cómo aquél se llevaba a los tres hijos varones de mayor edad para preparar la sepultura, quedándose con el más chiquito para limpiar los cadáveres. Los lavaron, los envolvieron en yagua y, después de una ceremonia religiosa, alistaron ambos amortajamientos para el entierro, que ella ni supo dónde sería porque solo debía comunicársele a Máximo Gómez, una vez terminada la guerra. En compensación, conservó un paño ensangrentado que, años después, mi papá se entusiasmaba de haberlo visto en un frasco de cristal hasta que el recipiente sufrió un percance y no se pudo resguardar más la reliquia.
“En cualquier caso, se sentía muy orgulloso y eso me lo transmitió a mí. De los descendientes de allí conocí nada más a Romualdo. El primo Romualdo, en el campo todo el mundo se llama primo. Ellos actualmente tienen un monumento junto a El Cacahual”.
Mi anfitrión desciende tanto de criollos mambises como de españoles; de hecho, tardó en descubrir el origen español de su madre. Su crianza transcurrió en armonía con ambas deudas sanguíneas, en un hogar acostumbrado a la presencia asturiana, al pasodoble, a las romerías. Aunque lo disimula bastante bien, en su vocabulario posee palabras típicas de Asturias y ajenas en la práctica a este país.
Antonio Álvarez, su abuelo materno, fue “todo un personaje”, no ya por su españolismo recalcitrante, sino por el carácter que imprimía a cualquier situación. Cuando trataron de integrarlo al Cuerpo de Voluntarios, se negó en redondo porque ¿cómo iba a traicionar la tierra que le había acogido, donde se había enamorado de una criolla? A saber de dónde heredó exactamente Quico su determinación característica en pos de cada meta.
“Cuando tuve oportunidad de trabajar en Barcelona, me propuse atravesar toda España para conocer la casa de mi ancestro, para vivir lo que tanto me habían descrito, para tocar las paredes. Y di con ella, en una locación bien remota. Todavía existe, abandonada. Suerte que logré hablar con la señora de mayor edad de la zona, casi una aldea formada por unas siete casas un tanto dispersas. Un joven me sirvió de intérprete, porque ella no hablaba castellano, solo el dialecto típico asturiano”.
Aquella anciana se sorprendió, sobre todo, por dos motivos. Por un lado, el nulo interés en la herencia existente, una arboleda que Quico no recuerda si era de cedros o caoba; y por otro, que el inquieto intelectual cubano parecía haber habitado en tiempos remotos aquel sitio, como un aparecido que regresa en busca de recuerdos al suelo que acostumbraba pisar. Sabía de una antigua fuente, de un cobertizo para guardar las reses, de las noches en encierro por la amenaza aullante de los lobos, y de tanto más que a la señora le costaba asimilar.
No le habrá quedado más alternativa que aceptar como única explicación posible la frescura de memoria del forastero, quien afirmaba haber sido un niño formado entre panderetas y remembranzas, amamantado de curiosidad al otro lado del Atlántico, destinado a la búsqueda incesante del origen de todo. ¿Quién quita que la teoría del aparecido no le resultase hasta más creíble a esa buena mujer?
El propio Quico lo entendería: para algo había recogido en Gente del Escambray la historia de Juana Mesa, la mujer que estuvo conversando con un desconocido en una recogida de café hasta que este se esfumó cuando las compañeras de faena se acercaban. En cualquier caso, él hubiera querido conocer a su abuelo Antonio, pero en ocasiones las experiencias más fascinantes les tocan a otros y a uno solo le corresponde escucharlas, y, con un poco de suerte, transcribirlas.
IV
A diferencia de tantos escritores, el solitario vecino del tercer piso rehúsa cualquier tipo de mitificación. Aparte de no dárselas de sabio en desuso ni de literato febril, el hábito de leer vorazmente durante la niñez es el único indicio de por dónde seguirían sus pasos posteriormente; ni siquiera las composiciones redactadas en primaria suponían una premonición evidente.
En su trabajo siempre ha valorado mucho la figura del asesor, sin complejo alguno a la hora de ceder sus folios para que cada coma esté en su sitio, o asegurarse de adelantar o retrasar tal fragmento. Para Quico, eso es tan natural como consultar a un colega y precisar un dato, sin el resquemor del intrusismo laboral del otro; al menos en su época era lo más común, lo cierto es que de las dinámicas entre las nuevas generaciones no tiene opinión.
Ahora bien; el pequeño Ernesto se recostaba junto a su padre en las noches y lo obligaba a verbalizar las páginas que hojeaba, hasta que la solución más plausible a sus inquietudes resultó ser la de convertir al chiquillo en lector por su cuenta. Precisamente, atribuye su vocación a haberse topado más adelante con un libro en concreto, A sangre fría, cuando el formato digital era todavía inconcebible y había que gastarse las pupilas en hojas palpables con olor a biblioteca.
“¡Cuando leí eso, me dije: ‘Esto es lo que a mí me gusta’!”. Y repite la misma frase un par de veces. Solo le falta el cigarrillo entre los dedos para emular en aspecto e intereses a los del Nuevo Periodismo, porque ya reúne la palidez, la mirada vidriosa y ciertos ademanes que recuerdan al Capote más formal.
Fue en primer año de la carrera de Geografía, el título por el que optó tras su experiencia relativamente breve como maestro, cuando volteó la última página de esa obra condicionante de su rumbo; mas, como por darle sentido a una vida madurante en tiempos convulsos, trabar conocimiento con los Clutter y sus asesinos le redirigió a la infancia y, particularmente, al terror que le provocaba la historia de la niña Cecilia. El crimen de la niña Cecilia… Sonaba bien en su cabeza como título. ¿Por qué no intentarlo? ¿Hay acaso mejor terapia contra el miedo que su desglose por fichas?
En el Instituto Cubano del Libro comenzó a trabajar como prologuista y, además, investigador. Así, durante sus indagaciones en función del lejano caso que le obsesionaba (la susodicha Cecilia Dalcourt Jaruco, a los tres años, había desaparecido en 1919), entrevistando a una santera de La Habana quedó impactado por cierta leyenda africana.
“La santería no es mi mundo, pero la mujer, en medio de la entrevista, me hizo ese relato y lo anoté. Se lo enseñé a mi asesor y su respuesta fue: ‘¿Por qué tú no armas eso en forma de cuento infantil?’. ‘¡Si yo no sé hacer eso!, le decía yo; pero, ante su insistencia y la confianza que me brindó, finalmente, armé el cuento y… ¿sabes que me cayó un premio internacional por eso?”.
Se titulaba De cómo la jicotea dejó de tener el carapacho liso, y se convirtió en su primer libro publicado, en Colombia. Todo fue tan simple como que el propio asesor le aconsejó aprovechar la convocatoria y mandarlo por correo postal.
No le gustaba nada la idea de dedicarse a la literatura infantil, pero bueno… Se trataba, como él diría, de un verdadero “aborto de la naturaleza”, porque no sabía escribir para niños y tampoco le interesó aprender en lo sucesivo. Para algunos, eso es más difícil que un largo y extenuante proceso investigativo.
“En fin, con el asunto de Cecilia me fui vinculando al trabajo con archivos y a la búsqueda de posibles temas. Cuando vine a ver, estaba escribiendo con sistematicidad. Nunca me ha interesado abordar las grandes personalidades, sino aquellas que no tienen historia”.
En Pinar del Río, Ernesto conoció a una de las principales seguidoras de la curandera Antoñica Izquierdo, célebre por el uso del agua en sus milagrosos procedimientos, y decidió investigar al respecto, de ella y de sus fieles, los llamados “acuáticos”. Finalizado el empeño, se encontró con que no se podía publicar nada sobre este tema; hasta entonces, pues poco después salió un libro muy interesante de otro investigador, que él conserva por alguna parte de la casa.
“Iba al campo y me pasaba semanas con esa gente, porque tengo que ir al lugar, soy así. Siempre necesito acudir al lugar. Por ejemplo, como estuve por una década al frente del archivo catalán en La Habana, me trasladaba a Cataluña para entrenarme profesionalmente, y tuve la oportunidad de viajar al pueblo del mambí oriundo de allí, sobre el cual preparaba un libro. Igual que, cuando andaba en lo de la niña Cecilia, fui a San Severino para ver dónde habían matado a los negros. ¿Me entiendes?”.
Asimismo, uno de sus logros más recientes fue la identificación de la casa natal de Emilia Teurbe Tolón, y solo lo menciona de paso. Tiene la capacidad de centrarse en lo que menos uno espera, y no es mala forma de acercamiento a la historia, cuando se tiene tanta por contar. “Investigué cantidad para poder jubilarme. Del cementerio, por ejemplo, tengo un millón de cosas”; desde luego, las suficientes como para haber acariciado el propósito de lograr la condición de Monumento Nacional para la Necrópolis de San Carlos Borromeo.
V
“Si yo descendiese de negros o de chinos, jamás lo hubiera negado. Pero desciendo de españoles, y no por ello puedo rechazar de dónde provengo”.
En un evento nacional donde participó en 1983, celebrado en Sancti Spíritus, este principio acarreó para Quico consecuencias “apoteósicas”, como él mismo las califica con ironía. Allí le acusaron de racista, incluso le advirtieron que un grupo de personas estaban dispuestas a agredirlo físicamente, porque su tema presentado (la quema de San Juan) era el único de origen blanco. Salvo otro sobre chinos, todo lo demás allí congregado respondía a la negritud, y explicar a esa hora que no había asomo de racismo en lo sucedido se volvió harto espinoso.
“Y yo que, para investigar sobre el caso Cecilia, me cansé de entrevistarme con santeros y estudiar todo lo relacionado, y hasta acabé comprobando la inocencia de los cinco negros. Reuní las pruebas para demostrarlo, con tanta certeza como que en la sepultura de Cecilia no estaba el cadáver”.
Pese a ello, ni el cúmulo de exabruptos más absurdo consigue mellar la coraza de quien va armado por la vida con el conocimiento. Ese es el Colt de mayor calibre. Por más que la vida nos moldee a cada cual según sus experiencias, sin obviar las frustradas o irrealizables, Quico es de los que siguen siendo fieles a sí mismos. En su caso, pasando horas entre documentos antiguos sin notar el tiempo, o tecleando en la máquina de escribir hasta quedarse sin cinta.
“Para mí era como un vicio, tanto así que a una de las vecinas le molestaba el sonido inacabable de mis dedos sobre las teclas. La cinta está perdida, no es fácil. Ah, se me olvidaba: para sacar todos mis libros, yo le pagaba a una persona que me los pasaba por computadora y los imprimía”.
Entre otros títulos, gracias a Maestro rural y Maestro voluntario, y en particular al editor que le tuvo al tanto de la distribución internacional de ambos trabajos, atesora la satisfacción de que su obra se ha vendido bien en el extranjero, incluso, universidades de habla no hispana la han adquirido para comprender de primera mano períodos históricos tan complejos como la Campaña de Alfabetización y la Lucha Contra Bandidos. Estudiantes extranjeros se han trasladado hasta su apartamento para asesorarse en dicha materia.
“Se venden. No me pagan, no vivo de mis publicaciones, pero al menos sé que se venden y eso me conforta. Con los derechos de autor de Maestro… velé por la publicación de Gente del Escambray, ese me interesaba muchísimo que saliera. Ahora que saco la cuenta, me han publicado en Colombia, Estados Unidos, España, México, no recuerdo en qué otros lugares…
“Eso sí, de todos mis libros publicados en español, un ejemplar siempre ha ido a la Biblioteca Nacional. Ni una sola vez ha fallado eso”.
En algo coincide con el autor de La metamorfosis, otro que era reducto de sí mismo: los libros son como hijos, a unos de los cuales quieres más por un motivo y a otros de manera diferente. Todo el mundo se queda con el relato de Gregorio Samsa, como si el bohemio tuberculoso no hubiese dado mucho más de sí, por lo que él recomienda siempre el olvidado cuento Once hijos, que le hace reflexionar a propósito de ello.
Parece mentira que semejante admirador de Kafka, viviendo una vejez típicamente kafkiana a priori por lo introspectivo de la misma, sea en realidad tan libre y rasgue los jirones del recuerdo con una sonrisa intermitente.
VI
El reloj vuelve a dar la hora con estrépito neoclásico, como si se le fuera a desvencijar la maquinaria, cerca de la esquina donde están colgados los retratos de los antepasados de Quico.
Entre ellos se pasea un elegante señor por Central Park, una dama posa al borde de la locura y el suicidio, un joven agoniza “de pena y dolor, esa enfermedad que ya hoy no existe”… Y el revelado se borra a medida que pasa el tiempo con espectral lentitud.
Cae la noche y, de todas las casas sin electricidad en el edificio del Naranjal sur, frente a los coches y al costado de la shopping, hay un tercer piso que es donde único no parece importunar visualmente tanta oscuridad. Lo ocre y lo insondable suele excitar a los émulos de Capote.
Para vivir solo a sus años, tiene la casa bastante limpia y recogida: polvo que se acumule en sus archivos será únicamente para permitirle datar por el grosor, como a Sherlock Holmes, las fechas de cada tomo en la estantería del cuarto.
Cada día se levanta con las fosas nasales remitiéndole al olor mezclado de monte y biblioteca; en la boca, el sabor a la comida española en Monserrate y a ese café guajiro que da ganas de seguir dando clases en burla al tiroteo; ha transcurrido demasiado tiempo como para no recurrir a la nostalgia, y el pasado a veces resulta menos peligroso y aplastante que el presente.
Contrario a la primera impresión, Quico es una especie de las más inmunes al cautiverio que se pueden encontrar. Y también al ruido de la escalera, al murmullo de barrio, al miedo, al anonimato, al tedio y, por supuesto, a la historia que pretende imponerse sobre los que no tienen historia.