Alguna vez soñé con usar una bata blanca y seguir los pasos de la familia: de las tías maternas que tanto consentían a sus pacientes, y de los tíos paternos a los que vi recorrer el mundo en gesto solidario.
Juro que antes de ojear libros de cuentos, llenos de dibujos de animales, tuve entre mis manos los grandes manuales de anatomía y hasta el formulario de medicamentos, ejemplares que en ese entonces pesaban más que la menuda niña de tres o cuatro años que los sostenía.
En más de una ocasión hurgué en armarios y me puse batas como vestidos, con el estetoscopio enroscado en el cuello y usé los tacones de aguja de las mujeres de la casa para completar la combinación perfecta.
Primero quise ser pediatra, como la tía Cristina, de la que heredé el nombre y creo que hasta el temple. Recuerdo la casa llena de niños, cuyos padecimientos se calmaban con amor y medicina. Sí, de primero el amor, porque cada lágrima desaparecía con un beso y unas cuantas palabras de cariño.
Luego me sedujo la psiquiatría de la tía Cary, la doctora que tenía horario de inicio de consultas pero nunca de final. Cuando cerraban las puertas de la institución de salud, con gusto abría las de su morada, y si el caso llevaba hospitalización y acompañamiento en ambulancia pues ¡manos a la obra!
Me soñé enfermera, neonatóloga, clínico, médico legista, ginecóloga… y aunque al crecer finalmente me decanté por las letras, ello no significó que desapareciera mi devoción y admiración por los valientes que día a día le arrancan vidas a la muerte, muchas veces, sin recursos.
Todos son valiosos: los que extraen y analizan muestras en laboratorios; los que se exponen a radiaciones en áreas de rayos X; los enfermeros, mano derecha de doctores; los que higienizan las instituciones de salud, y los que archivan historiales médicos. Cada eslabón en la cadena, cada brazo que se extiende en protección del bien más preciado, merece el reconocimiento de la sociedad, de las que constituyen parte importante.