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La «muela»: técnica de seducción de los soldados-amantes

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A los 15 años no había entendido muy bien qué era el amor. A los 30 no es que lo comprenda mejor, pero de tanto ridículo estoy un poco más curtido. La primera vez que me senté con una muchacha a solas -en una escalera de la Vocacional– para intentar conquistarla, temblaba tanto que debí aguantarme una mano con la otra para que ella no pensara que padecía un ataque de epilepsia, y en vez de terminar en un beso con lengua lo hiciéramos en el policlínico. 

Como siempre me sucede cuando me encuentro así, al borde de atravesar la materia sólida de tanto tembleque, me dio por fabular. Me inventé una leyenda española de dos amantes, en que él se había ido a la guerra y ella lo esperó en el umbral de su casa hasta que murió. Para continuar en su espera, se convirtió en un lucero, y aún seguía en los cielos por si regresaba el amante soldado. Incluso, señalé una estrella cualquiera y le puse un nombre para apoyar mi historia. No recuerdo si fue Lucía o Beatriz o Mariana. 

Funcionó, pero no de la manera que pensé. Me regalaron un beso para que me callara, cuesta hablar con la boca llena, o con otra boca como mordaza, y otro y otro, para que no me diera por llenar los silencios con más relatos; donde el romanticismo falló, venció la lástima.

Todos, en un momento u otro, hemos empleado la «muela», cuando de labores de seducción se trata. Hay otros tipos de «muela», la de los embaucadores, la de los funcionarios públicos, la de los periodistas como yo. Sin embargo, hoy quiero hablar de la que ablanda la carne, si se emplea correctamente, o te ganas que suban los ojos, como pidiendo que Dios te parta con un rayo y solo queden las cenizas de ti, si te va mal. 

En esta tierra, uno pensaría que, con tantos calores -un día encontrarán en la calle solo mis tenis, porque me habré evaporado-, mantendríamos los cuerpos del prójimo a distancia; pero, realmente, los buscamos como si fueran un santo y seña, el conjuro contra soledades mal llevadas. Cualquier espacio -un parque a las 12 del día con un solo banco con sombra, una librería donde entraron los dos únicos clientes a la misma vez, la fila para el cajero donde reconoces que a todos los une la pobreza- funciona como escenario. 

No sucede como en otros países en que necesitas un bar o un atardecer desde un banco con Manhattan de fondo, como en una película de Woody Allen, o un club nocturno donde te sirvan tragos de brillantina y Chanel. Aquí cualquier lugar es un campo de batalla. Aquí todos somos, como en la leyenda que me inventé cuando adolescente, soldados amantes. Luchamos a brazo partido por sobrevivir, y de paso por querer y hacernos querer. 

La «muela» es unisex. Tú con ella. Ella con él. Él con él. Todos con todos. No obstante, al no librarnos aún de viejas herrumbres, normalmente, se da del hombre a la mujer, la antigua dupla del cazador y la presa; aunque la mayoría de las veces, sin que se lo imagine, el poderoso cazador con sus flechas de Cupido calibre 22, con una mirada al parecer descuidada, un mero roce leve, se convierte en la presa y solo representa el ingenuo rol del cazador cazado. 

Dentro de este tipo de «muela» existen diferentes clases. Están los de artillería romántica. Resultan esos que, como me comentó una amiga, la noche en que salió por primera vez con un muchacho, este lanzó un «Te amo», y ella solo pudo contestar gracias. Los que hablan de ojos que llegan al alma, como taladros espirituales, de que bajan la Luna como si fuera un bombillo de luz fría, y no se percatan de que tenemos una sola, y sin ella en las noches de apagón no habría brillo para guiarse. 

Una compañera de aula me contó que en una discoteca se le acercó un señor con botas de agua y al oído le dijo que había acabado de vender una puerca y que tenía dinero para hacer lo que ella quisiera, como si era llevarse la barra para la casa. Esos son los que en la prehistoria, en vez de cazar mamuts, revendían su carne en la casilla de la esquina. Los especuladores de cadenas guillotinas de 22 kilates y relojes Invicta no saben que el cariño que se compra es oro de fantasía, y que las personas no son animales de crianza, que con un poco de pienso llenas todas sus necesidades. Desde que el mundo es mundo, desde que salimos del mar en busca del sol, los especuladores han existido. 

También encontramos a los «yo-yo», esos que conjugan todos los verbos en la primera persona del singular. Ellos se vanaglorian de hazañas ficticias y buscan impresionar, encandilar con su resplandor. Lo saben todo y lo han hecho todo. Son los dueños y señores de la última palabra y de los primeros lugares. Tiburones con una mordida más mortífera que la de los propios tiburones, Casa-no-vas de los «no-vas a creer lo que me sucedió». 

Siempre puede ocurrir que a los que mencioné anteriormente, los artilleros del romanticismo, los especuladores cárnicos, les funcionen sus tretas. Cada uno tiene resortes diferentes y responde a determinados estímulos.

Hay quienes han hecho de la «muela» un arte, saben qué decir y cuándo, y lo más importante: saben cuándo callar. A veces las parrafadas, tanto en el tú a tú como en las redes sociales, se transforman en mero ruido de fondo. He visto a personas que nunca se han leído un libro alabar a Vargas Vila, un escritor colombiano amigo de Martí, famoso por su dominio de la lenguas que embelesan y duermen, e incluso admiran a Martí, porque si hay un cubano con buen verbo es ese.

Todo en la seducción es válido, menos la violencia y la baba. La primera es inconcebible y la segunda muchas veces es aburrimiento en pote, y en su grado más alto, acoso.  

Mientras la humanidad necesite procrear o nos neguemos a la melancolía del colchón pradera, en que solo el viento mueve el césped y la sequedad de labios, y las picazones que resulta muy triste todo el tiempo rascarse solo, la muela existirá. Saltaremos de cabeza al ridículo. Nos arriesgaremos a que nos hagan la cobra, que es cuando te lanzas a dar un beso y te desvían la cara. Al final, somos soldados amantes con la esperanza de que allá afuera alguien espere por nosotros.

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