En el desorden que últimamente aflora en mis anaqueles, se puede encontrar Trilogía Sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez, entre un libro de William Faulkner y la poesía de Marienne Moore. No me pregunten por qué, son cosas del azar.
Los libros entran y salen de los estantes en dependencia del apetito literario con que afronte el día y, por lo general, no regresan a sus lugares de origen. Trilogía se ha mudado varias veces. INRI, de Raúl Zurita; y Necrópolis, de Santiago Gamboa han sido otros de sus usuales vecinos.
Lejos de cualquier marginalización, en el siempre y distinguido CDR de mi librería personal, Pedro Juan ha sido invitado fiel de cada rincón, ha compartido espacio habitacional con lo mejor de mi pequeño catálogo de libros.
Por pura casualidad, mi madre tomó de mi anaquel un libro cualquiera, al menos eso pensó, solo necesitaba llevarse algo para leer, mientras la ingresaban por ser positivo a la covid-19 durante el pico pandémico que vivió la provincia. En una sala del Hospital Militar Mario Muñoz Monroy, junto con tres pacientes más, sin opción de otro entretenimiento que el libro que había tomado con premura, pasó las horas aciagas de cocteles de medicamentos leyendo la Trilogía de Pedro Juan.
Pero… según me cuenta la tarea no fue tan fácil como ella esperaba. Lo leía escondida, recostada sobre un lado de la cama, con el temor cuento tras cuento de que alguno de los otros pacientes le pidiera el libro para leerlo también, y entonces ahí, sí que se moriría de vergüenza.
Y no la culpo. Mi madre, lectora empedernida nació en los sesenta del siglo pasado, década en la que la canción Adiós felicidad devino polémica porque no tenía cabida en la sociedad que se pretendía construir, así que imagínense entonces, los cuenticos de Pedro Juan.
Si algo tengo que agradecerle a Trilogía sucia de La Habana es el acompañar a mi madre, el no haberla abandonado y por eso también siempre tendrá un espacio en mi anaquel ya sea entre Los Miserables o Rojo y negro, porque si la literatura es aquello que dijo Stendhal de pasar un espejo sobre la sociedad, nadie como Pedro Juan ha tenido los cristales más limpios para devolvernos la realidad cubana convertida en literatura.
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La “decencia” es la palabra por la cual mi madre evitó a toda costa que le pidieran Trilogía. Si hacemos una búsqueda sencilla en Google la primera acepción que viene del término es: “Observación de las normas morales socialmente establecidas y las buenas costumbres, en especial en el aspecto sexual”. Según las normas establecidas el desparpajo literario de Pedro Juan, casi para mi madre vendría siendo algo pornográfico que está bien leer como mejor se lee en soledad, pero ya compartirlo, hacerse partícipe, devendría casi en una orgía literaria.
En más de una ocasión el autor ha dicho que el lector que se acerque a su obra encontrará los olores de Centro Habana. Y es que se vale precisamente de los recursos minimalistas en sus cuentos, para lograr con descripciones directas, casi siempre amparada en el diálogo para recrear esos olores a los que alude.
Hablar con mi madre en aquellos días sobre Pedro Juan me hizo volver a uno de sus cuentos que se llama precisamente Era un hombre decente. Quien es lector asiduo del escritor, al detenerse solo en el título, no podrá imaginarse otra cosa que un juego irónico.
En apenas tres cuartillas el cuento posee perfectamente delimitado todos los recursos característicos de la obra de Pedro Juan. Es una historia muy hemingweyana, con la técnica del dato escondido que tanto le gustaba al norteamericano.
Otro recurso narrativo abundante en la escritura del autor de Triología es el uso de la primera persona. Si bien lo primero que enseñan en narratología es separar al autor del narrador, en el caso específico de Pedro Juan siempre hay algo de él en sus personajes, es imposible separarse de ellos, quizás por su condición de periodista les traslada parte importante de sus vivencias, del día a día de las calles de la capital cubana.
En Era un hombre decente el personaje, mientras espera la realización de unos exámenes de sangre relacionado con un cáncer de próstata, entabla un diálogo con una señora negra, entrada en carnes, apesadumbrada pero amable, que se encuentra haciéndose cargo del cuerpo de su vecino que recientemente había fallecido.
Pedro Juan logra que el lector al igual que el narrador-protagónico se sienta atraído por la historia del fallecido. Lo hace con una repetición muy abundante donde la señora acongojada solo repetía de su vecino: “El pobre, era un hombre decente”.
Poco a poco conocemos la historia de uno de los tantos Papá Goriot que existen a lo largo de Cuba. Abandonados por sus hijas que emigraron al exterior dejando en el olvido a sus padres. La madre primero se suicidó prendiéndose candela y luego el padre, sobre quien gira la trama del cuento, a puro pulso de alcohol siguió los pasos de su mujer.
En este país, como dice la vecina, sabia como son todas las vecinas entradas en cierta edad: “Si no hay fuerzas para vivir te mueres”. Algo hay en sus palabras que también nos convida a querer saber más de aquella mujer que parece tener las fuerzas suficientes a las que alude para vivir en un ambiente tan hostil.
Pedro Juan puede llevarnos a los lados más oscuros de nuestra realidad, pero siempre al conducirnos busca la luz al final del túnel.
Pedro Juan es un hombre decente porque como nadie observa, nos devuelve las normas morales estrujadas, descarnadas, como diciendo: “Mira, esto es lo que hay, y más nada”, pero siempre con un gusto estético exquisito para desde cualquier rincón del mundo transportarnos a los olores, las esencias de Centro Habana. (Por Brian Pablo González Lleonart)