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Nostalgias de un mochilero: Oda al parabán universitario

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Hablando con un viejo amigo de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas (UCLV) recordé nuestra época de universitarios y sentí nostalgia de aquellos tiempos, sobre todo por la vida fuera de las aulas. Rememoré el día a día en las becas estudiantiles, las colas para el baño, el reguero en el cuarto de los varones, la cocción de alimentos, esta última, práctica prohibida por las autoridades docentes pero que nadie acataba, provocando un apagón general a la hora pico, porque quien no reelaboraba la comida desabría del comedor calentaba agua para el baño, y no había breque que resistiera.

Sin embargo, lo que más extraño de la universidad es el parabán, ese pedazo de tela devenida cómplice silenciosa de las miles de historias que pueden ocurrir bajo una litera durante cinco años.

El primer día que desembarqué en la universidad me tocó el peor lugar del cuarto. Había llegado de último y me ubicaron en un rincón a pocos centímetros de la entrada del baño. Por suerte tenía puerta. Y esa era mi batalla diaria: “cierra la puerta c…..” Pero bueno, esa es otra historia.

Para más desgracia mi litera estaba ubicada bajo un foco incandescente, de esos que se usaban en el Período Especial para criar pollitos y que por suerte la Revolución Energética eliminó. Esa resplandeciente circunstancia me impedía conciliar el sueño ya que siempre me molestó la claridad para dormir. Nada más instalarme se me ocurrió sacar una sábana y ponerla de cortina. Nacía así mi primer parabán.

Al principio mi decisión respondía solo a combatir la luz, pero después descubrí que había construido un espacio muy íntimo, donde podía refugiarme cuando quisiera estar solo, algo muy difícil en un cuarto pequeño con más de 10 de personas.

Una vez que llegaba a la residencia estudiantil descorría la sábana y lograba apartarme del mundo, leer, e incluso llegué a sentir la misma sensación de paz y reposo que experimentaba cuando arribaba a mi propia habitación allá en mi casa matancera. Recuerdo que para mitigar la morriña por mi distante ciudad coloqué algunas fotos de sus ríos, puentes y bahía. (Ahora no recuerdo si coloqué alguna foto de mujer).

Por esas cosas extrañas del destino, mientras inaugurábamos un nuevo edificio, o uno viejo pero reparado, estrené un nuevo parabán. Y que me perdonen los chilenos, pero en una marcha estudiantil una joven de aquel país me pidió que sostuviera un rato su bandera y la olvidó. Bueno, sé que me buscaré un que otro enemigo de la tierra de Salvador Allende y Violeta Parra, pero como la chilena nunca más apareció para reclamar su enseña nacional se convirtió en mi nuevo cómplice silencioso.

Protegido por la bandera de Chile amé a una que otra mujer, pasé varias resacas, y quién sabe cuántas cosas más. Cuando el sol asomaba por la ventana, los rayos atravesaban el estandarte y se reflejaban en la pared con una tonalidad suave. 

Si me pongo medio cursi pudiera decir que gracias a mi parabán tenía mi propio arcoíris, y hasta un reloj solar. Cuando el color rojo reflejado en la pared rozaba el cordelito donde colgaba los calzoncillos, era hora de levantarme e ir a clases. Tenía todo calculado.

Eso sí, nada me molestaba más que cuando levantaban el parabán sin previo aviso. Era como si profanarán mi privacidad, no mi tumba, aunque una que otra vez caí muerto después de una buena fiesta, de esas que se daban en la universidad y que extrañarás toda la vida.

Cuando me gradué llevé muchas cosas conmigo, otras se quedaron. La amistad y la gente que conocí, aunque lejos siempre me acompañan.

Ahora recuerdo que al marcharme, con una mezcla de tristeza y alegría, varios socios me pidieron la bandera de recuerdo y no pude dejarla. No quise. A veces me encariño demasiado con ciertas cosas materiales que para cualquier otro no tendría valor alguno.

Mi parabán se fue conmigo y aun lo conservo en una gaveta de mi escaparate. En ocasiones cuando mi madre comienza a organizar la casa me pregunta por qué guardo esa bandera, y sé que no entiende mi sonrisa entre maliciosa y nostálgica, y mucho menos mi frase de: “si esa bandera hablara”. Y allí permanece muda, como testigo fiel, discreta y veladora de mis sueños.

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