No habrá soledad para ti, mamá, porque mientras te habité, como inquilino en tu vientre, tu boca fue mi boca, mis pulmones fueron tus pulmones. Te considero mi primer hogar y mi primer sustento y mi primera bocanada de aire. Soy tus antojos. Soy la proteína que te inventaste para darme este tamaño que tengo.
De ti vengo y a ti vuelvo cuando me cuesta valerme por mí mismo o cuando me hallo en plena huida por culpa de que el mundo parece que no quiere a su madre y me muestra sus lados más crueles: reuniones familiares que no van más allá de una videollamada colectiva por WhatsApp, la máquina de procesar hombres-picadillo del día a día, la ansiedad del cazador que se come las uñas para saber cómo llegar a fin de mes, amores perros y uno que a diferencia de los gatos no siempre cae de pie. Por eso, como mismo fuiste mi primer hogar, también te convertirás en mi último refugio.
Tú me diste este cuerpo. Lo sé y por ello cuando me lo recuerdas si me demoro en ir a buscar los mandados o si llego tarde en la madrugada y me como el aporreado de pollo que dejaste para el almuerzo, solo puedo bajar la vista. Hay argumentos que no se pueden rebatir.
Soplaste las cucharas con sopa caliente para que no me quemara el paladar y me mentiste y me juraste que no era una cuchara, sino un avión, y por eso todavía confundo los aeropuertos con plateros.
Me cediste parte de tu bistec, cuando no me bastó con el mío, e incluso me los ripiaste, el mío y el tuyo, como si me dijeras «mi carne es tu carne». Más de una vez me has regañado por cabeza dura, pero soy así por las veces que me obligaste a tomarme la leche del desayuno, aunque no quisiera, y así me dotaste de calcio, así me demostraste qué era la testarudez.
Me enseñaste que en el patio de la casa no crece el árbol del dinero, cuando en aquella vidriera me antojé por una pistola que lanzaba agua, pero yo creía que era láser. Sin embargo, en el día de los Reyes Magos o del cumpleaños la encontraba debajo de mi cama y entonces entendía que con mi arma de matar galaxias desintegraría a todo aquel que te hiciera mal.
En la escuela me asustaron contigo durante mucho tiempo. Prefería que me pusieran dos actas en el expediente a que me mandaran a traerte. Sabía que me ibas a ojear de arriba a abajo hasta que, por la intensidad de tu mirada, me transformaría en un pobre bichejo que no merecía la luz del sol.
Dios debió de tener madre. Puede ser que seamos el resultado de que al niño omnipotente, después de un día de juego —las galaxias como trompos, los planetas como canicas, las cometas como cometas—, le hayan ordenado: «recoge y organiza tus cosas», y así el caos tomó forma y sentido. Yo que tiendo al caos, tú que aún me regañas cuando me voy de casa sin tender la cama.
A su manera, en ocasiones demasiado quisquillosa, ellas se encargan de que todo esté en su lugar: las tijeras donde deben hallarse las tijeras, las curitas donde deben colocarse las curitas, y el olvido donde debe estar el olvido; arriba del escaparate, donde nunca debes poder llegar, ni en puntillas de pie o parado en una silla.
Tal vez esta manía de recurrir a ti cuando me concibo perdido viene de las tantas veces que te grité de habitación a habitación: «estoy buscando esto o lo otro y no sé por dónde anda», y tú me respondías: «a que si voy para allá lo encuentro», y mira, sí, lo hacías.
Cuando meto la pata y vienes a mi rescate, y con esa arrogancia maternal me tiras en cara: «si no fuera por esta madre tuya»; pienso por un instante: «qué creída me ha salido la señora»; pero realmente no sé qué sería sin ella, dónde estaría o si todavía me alegraría con los frijoles negros de los domingos.
Por eso, mamá, no habrá soledad para ti. Seré tu primer hogar y tu último refugio. Seré tu sustento y tu bocanada de aire y tu calcio y tu testarudez. Seré tu caos y tu platero. Seré quien, con mi pistola láser, desintegre a todo aquel que te haga mal. Mientras yo esté por aquí, no puede haber soledad para ti, mamá, y no podrá ser de otra manera.