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Entre la calle y el cielo

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Está difícil lo de alcanzar el cielo con tanto pecado que hay por ahí, y con tantos que todos somos susceptibles de cometer alguna vez, pero cuando uno contempla una escalinata imponente, interminable, perdida entre las nubes, difícil que no le parezca un nexo con lo extraterrenal. Aunque más allá simplemente esté la calle Manzaneda y por una cuestión de ángulo no la veamos, aunque te llamen de bobo en adelante si lo dices en voz alta, da igual: intentas alcanzar la cima.

No siendo nativo de la zona, me pregunto si alguien es capaz de acostumbrarse a escalar esa montaña citadina flanqueada por viviendas. La última vez que lo hice, con un equipaje mínimo a las espaldas y menos de tres décadas vividas, no me agoté a extremos, pero sí lo suficiente como para envidiar a otros que rebasaban mi paso. Quienes bajaban me miraban por unos segundos antes de cruzarnos en nuestras direcciones contrapuestas, sin disimular casi la sorna que les producía ver el diluvio salado que corría por mi frente.

“Novato sin fuerza en las piernas”, pensarían seguramente, pero eso no me molestaba tanto como la imposibilidad de que las escaleras no fuesen automáticas, de supermercado extranjero de toda la vida. Ya saben, la ciencia ficción ha tardado en llegar a la arquitectura yumurina. Y ahí seguía yo, rumbo a la cumbre, preparándome para la ascensión de las pirámides egipcias, aunque de momento sin invitación alguna a visitar la llanura de Giza. Era un improbable arqueólogo, dando con mis propios huesos entre Zaragoza y Manzaneda.

A no sé cuántos malditos metros sobre el nivel del mar, in media res de mi paciencia y sofoco, se extienden esas escaleras al cielo que, como todas las de su tipo, acaban a medio camino de su meta. Ya las quisieran para sus letras los melenudos de Led Zeppelin, y si descubren su existencia, deseos les sobrarían de reescribir Stairway to Heaven e incorporar el personaje de una anciana cargando jabas cuesta arriba o un alud de niños descalzos que se precipita loma abajo.

Lo más remotamente celestial que uno encuentra cuando deja atrás los peldaños, si mira a la derecha, es una parte del Seminario Evangélico de Teología. Al fondo, ese valle de color verde, Edén que solo habitan adanes con sombrero y evas poco impresionables ante las serpientes, minúsculos y cada vez más dispersos entre sí.

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Fotos: Del autor

Quitando eso y el impacto de la vista hacia atrás, nada más hay de recompensa divina después de tanto jadear, por mucho que hasta para un ateo la subida haya tenido lo suyo de penitencia catártica.

En el resto de puntos cardinales existe solo la Matanzas diaria a esa altitud, escarpada, pétrea, en estado mineralmente puro, donde da la impresión de que cualquiera sirve de pararrayos a su paso. Para más inri, los arcángeles que te esperan en lo alto no están pendientes de tu destino: discuten en voz alta, escuchan música urbana y rivalizan en cuanto a estilos de pelado y color del tinte. Te sobrevuelan palomas fugazmente, pero presas del silbido de sus dueños y de los que apuestan con fe en sus alas.

La tentación infantil de imitar a Rocky Balboa y saltar empoderando los puños en lo alto de los escalones se te reprime dentro: número uno, no estás haciendo footing en Filadelfia; número dos, algún arcángel podría sentirse tentado de medirse a los nudillos contigo. Es hora de descender. “¡Lo conseguí, mamá! ¡La cima del mundo!”, como decía el protagonista de una vieja película de gangsters, y tras recobrar el aliento bajas.

No regresas con los brazos atestados de mandamientos, como Moisés del Sinaí, pero sí de admiración por la viejita de la jaba y de envidia por los aludes diminutos que, sin miedo al rasponazo, se juegan la epidermis de una punta a otra de su Stairway to Reality. Una ligera tensión en la rodilla derecha me reafirma en el patetismo de una escalada sin propósito claro ni ejercicios físicos suficientes para sustentarla.

El descenso es la vuelta al mundo del cual, iluso e ileso, pretendiste escapar a golpe de escalón. Y no nos engañemos: lo lograste por breve tiempo, el que dura sentirte arqueólogo, deportista y alma sin purgatorio, en el tránsito por una simple entrecalle. Zaragoza sigue ahí abajo, su cielo sigue ahí arriba. En medio van y vienen, sin asomo de solemnidad, los cansados y los incansables.

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